viernes, 4 de abril de 2008

Otra mirada de Ernes

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Otra Mirada
por Ernes





Agradezco a Dios por todas las gracias que derrama continuamente sobre mis amigos, sobre mi familia y sobre mí mismo.

Agradezco a mis viejos y nuevos lectores, sean ellos amigos, parte de mi familia o extraños. En particular quiero agradecer a los que notaron el prolongado silencio literario que transcurrió desde mi último cuento. Dedico esta pequeña obra a todos ellos y a Karina, quien fue la autora de la frase que atribuyo a mi personaje-narrador, en el segundo párrafo.


Buenos Aires, septiembre de 2004.

Otra Mirada

Soy tan feliz en este momento. Me siento como si hubiera encontrado algo que había extraviado, algo de mucho valor. Pero no, no es exactamente así como me siento: no brinco de alegría, más bien sonrío veladamente. La mueca de mis labios es sólo un reflejo de lo que llevo dentro. ¡Ay, Gabriel, si supieras lo que me has devuelto! Y aquí, a mi lado, el librito que él me dio... ¡Cómo supo leer mi alma! Creo que, de hoy en más, lo llamaré amigo del alma; sí, merece ese nombre... Y la única evidencia, minúscula, tan pequeña que podría haber pasado inadvertida para cualquier otro, fue para Gabriel la señal inequívoca de mi conflicto con la vida.
“Me gustaría ser como tu hija”, dije yo, “que se asombra por cada pequeña cosa que ve”. Resulta que estábamos llegando a la estación terminal de ómnibus de Retiro cuando la pequeña Constanza brincó de alegría en su asiento, al descubrir la luna sobre la silueta de los rascacielos porteños. Era una genuina expresión de felicidad por algo tan “trivial” como la luna misma. Debo confesar, no sin cierta vergüenza, que en aquel instante sentí envidia de la pequeña. Gabriel, sin voltear para verme, pues procuraba encontrar un lugar donde estacionar el auto, me respondió que llevaba en su mochila, la misma que carga todos los días para ir a la oficina, un librito que venía a cuento de lo que yo acababa de decir. En un acto íntimo de inútil orgullo, pensé para mí misma que no existía palabra o pensamiento que pudiera refutar mis propias conclusiones, las de aquel entonces: la vida se torna seria y rutinaria cuando uno envejece.
Nos despedimos como siempre: un beso en la mejilla y un adiós; y el infaltable “¡buen viaje!” de mi amigo. Pero antes de que yo desapareciera de su vista, corrió hasta la puerta misma del micro, me puso en la mochila el libro que había mencionado y me dijo: “abrilo donde indica el señalador y leé la página que tiene el doblez”. Me sentí entre conmovida y avergonzada por este gesto de último minuto, de modo que sólo atiné a darle otro beso y subí presurosa a ocupar mi asiento.
Era una fría tarde de finales de agosto que se despedía con un atardecer sin nubes. El micro iba por la ruta ocho y los que habíamos elegido el lado izquierdo del vehículo éramos los afortunados que podíamos cobijarnos con los últimos rayos del sol. Hay algo en los crepúsculos invernales que me atrae y acaba por subyugarme; y no sé cómo definirlo. A ver, voy a intentarlo: en verano, uno quiere que el sol se vaya cuanto antes, para ver si la noche trae algo de fresco; en invierno, por el contrario, la despedida es prematura y se sabe más distante del momento del reencuentro, del amanecer. No sé si he sido clara, pero lo cierto es que aquel sábado volvió a ocurrir: permanecí embobada por un rato largo, mirando como el cielo se encendía cual brasa incandescente, para después languidecer y legar a la tierra el color de las cenizas. Sólo el cansancio de la jornada pudo deshacer el hechizo y, arrullada por el ronroneo del motor, finalmente me quedé dormida antes de llegar a San Antonio de Areco.


El castigo del vendaval arrancaba quejidos sordos a los árboles y se adivinaba que había sublevado las aguas de un arroyo cercano. La agitación constante del denso follaje parecía un reflejo del estado de desasosiego de mi propia alma. A las hojas las sacudía el viento; a mi espíritu, el furioso océano de las ilusiones y los deseos insatisfechos. Bajo aquel entretejido de ramas, la noche se presentaba oscura, fría, amenazante... Yo vagaba en una y otra dirección, sin saber muy bien a dónde dirigirme. Sólo sé que buscaba la luna, como un barco a la deriva busca un punto de referencia para recuperar el rumbo perdido; y, aunque elevaba mi vista continuamente, no veía otra cosa que la más profunda e intrigante oscuridad.
De pronto, en un fugaz momento de lucidez, pensé que podía guiarme por el sonido del torrente para salir fuera del bosque y poder de este modo hallar algo de paz en la contemplación de la luna. Así fue que mis pasos tuvieron un propósito; caminé decidida y confiada, recobrada la esperanza de hallar un final feliz para mi búsqueda. Lamentablemente, cuando alcancé el torrente, las aguas encrespadas no hicieron más que alimentar mi frustración al exhibir una multitud de destellos fugaces como prueba única de que las tinieblas no eran soberanas absolutas en aquel paraje. Mi angustia se hizo onda y sentí frío en cada uno de mis huesos. Elevé nuevamente la vista y las ramas parecían haber cobrado vida para tejer un manto opaco sobre mí. Lloré amargamente...
Cuando mi llanto comenzó a aplacarse, alcancé a ver, a lo lejos, una silueta pequeña y blanca que se movía, remontando el cauce del arroyo. Era una niña muy bonita que parecía estar jugando sola por allí, despreocupadamente. Esta mera visión trajo algo de alivio a mi alma. Fue entonces cuando la niña me vio y comenzó a caminar hacia donde yo estaba. Por un momento pensé en huir; a tal punto estaba turbada mi razón que hallaba desdicha y peligro en cualquier ocasión.
-¿Por qué estás llorando? –preguntó la pequeña, con inefable candidez.
-Porque no puedo ver la luna. No sé dónde está. Miro hacia arriba, buscándola, pero las ramas no me dejan ver nada –respondí, arrodillándome, para estar a la altura de mi interlocutora.
-Sí, hay muchos árboles muy grandes en este bosque, pero podés ver el reflejo de la luna en el agua.
-¿Te parece? Ya lo intenté, pero es tan bravo el torrente que no permite que nadie lo use de espejo –intenté explicarle.
-Ya veo –la niña permaneció callada por un momento; parecía estar pensando. Repentinamente resolvió caminar hasta el arroyo y, formando con sus manos un diminuto cuenco, tomó agua y ofreció a mi vista la más luminosa y redonda luna que jamás haya visto-. ¿Ves? Acá tenés la luna. ¿No es increíblemente hermosa?


Los lomos de burro del acceso principal a mi pueblo sentenciaron el final de aquel extraño sueño. Me desperté confundida, pero pronto comprendí que en quince minutos estaría de nuevo en casa. Se sentía bien volver al hogar. Una sonrisa expresó aquella idea mejor que cualquier palabra.
Empecé a recoger mis bártulos, alistándome para abandonar el micro. Estaba en eso cuando vi el pequeño libro que Gabriel me había dado en Retiro. Inmediatamente lo tomé y lo abrí en la página donde descansaba el señalador; esto fue lo que leí, un poema de Ryokan:

“De noche, en la profundidad de las montañas,
Me siento a meditar.
Los asuntos de los hombres no llegan hasta aquí:
Todas las cosas están quietas y vacías,
Todo el incienso se lo tragó la noche interminable.
Mi túnica se ha convertido en un vestido de rocío.
Insomne, camino hacia el bosque...
De repente, sobre el pico más alto, aparece la luna.”

En el instante en que terminé de leer el último verso sentí que no había tal cosa como doscientos kilómetros de distancia entre mi amigo Gabriel y yo. De hecho, y perdóneme quien quiera que lea esto, me sentí inexplicablemente unida a él, acariciada por él. También comprendí que Buenos Aires en agosto no podía lucir como recordaba haberla visto aquella tarde. De hecho, ni mi propio pueblo ni mi pequeña casa parecían ser los mismos. ¡De ningún modo! Debo regresar y comprobar por mí misma qué es lo que la gran ciudad tiene para decir cuando se prepara para recibir la inminente primavera. Je, je, je... Imagino la cara que pondrá Gabriel cuando le diga que el próximo fin de semana voy a ir a visitarlo otra vez.

FIN

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