Bueno Ernes , en primer lugar agradecerte tu presencia en los temas que he ido colgando en estas páginas y tu aliento para que me atreviera a mostrarme . Si lees los comentarios que se van haciendo a lo largo de los temas , ya tendrás mas o menos una idea sobre mí , creo que me dejo ver bastante .
En este otro tipo de correo me cuesta un poco más pues me falta espontaneidad pienso .
Te diré que no soy budista ni estudiosa del budismo . Mis particulares percepciones del concepto religión me nacen de un sentimiento tan arraigado en mi , que es él , el que me guía, es como vivir en plural y no sé si lo que digo tiene algún sentido para ti , pero yo pienso que es algo que tienen todos los hombres solo es necesario "sintonizar con ello". Soy católica porque nací en una comunidad católica podría haber sido budista o musulmana o presbiteriana ... y seguiría analizando las cosas por mí misma y llegando a mis propias conclusiones . Lo que creo es que cada hombre recorre el camino
solo , en compañía de otros, pero cada uno el suyo. Nos ayudamos , nos apoyamos , compartimos ...pero cada uno va acumulando su propia experiencia y recibe en la VERDADERA VIDA , que no es la que interpretamos en esta vida material ,EN LA MEDIDA QUE DA ..
Bueno no quiero aburrirte y escribir sobre esto me asusta en la medida que me limita la palabra . Seguiremos . FELIZ NAVIDAD .________________________________________________
Respuesta de Ernes:
Me alegra leerte por acá. Muchas gracias por responder.
Ante todo quiero aclarar que yo tampoco soy budista y que suscribo plenamente tus palabras: "Soy católica porque nací en una comunidad católica podría haber sido budista o musulmana". Y, para que vayas conociendo mi pensamiento, creo que, de haber sido devoto de alguna otra fe, igualmente tendría las mismas inquietudes y, probablemente, habría cosechado respuestas semejantes.
Me fascina la claridad de esta frase: "Mis particulares percepciones del concepto religión me nacen de un sentimiento tan arraigado en mi, que es él, el que me guía". Y también coincido contigo en que "que es algo que tienen todos los hombres". Justamente de eso trata mi último cuento, Trópico de Capricornio. Estoy convencido de que todos podemos acceder a Dios, en esta misma vida, y dejar que Él obre según su voluntad en nuestras almas, para ayudarnos a tener VIDA (con mayúsculas). Respecto de esto te recomiendo un libro que resultó iluminador para mí: Las Moradas del Castillo Interior, de Santa Teresa de Ávila (yo leí, en realidad, un libro introductorio, escrito por el Padre Maximiliano Herráiz).
Siento curiosidad por preguntarte por ese sentimiento que te guía. ¿Cuándo lo sientes? ¿En qué momentos? ¿Cómo lo describirías? Yo creo entenderte, porque también apunto a vivir la religión como una experiencia y no como un dogma. Es tan grata esa sensación de paz, de profunda calma... Si hasta los colores parecen mucho más vivos...
Bueno, aunque haya mucha tinta en el tintero, por el momento es suficiente, ¿verdad? Seguimos en contacto .
Saludos, Ernesto (este es mi nombre verdadero).
Trópico de Capricornio
por Ernes
No puedo hacer otra cosa que sentirme profundamente agradecido por haber podido escribir la palabra fin para este cuento. Y no lo digo porque me haya aburrido escribiéndolo. Tampoco lo digo porque piense que es una obra maestra. Simplemente lo digo porque me permitió hablar de algo maravilloso: un aspecto de la relación del hombre con Dios, su Creador.
Agradezco a todos los que me alientan a escribir (especialmente a Martha y a Julia) y a mi familia, por permitir que Ernesto escritor le robe tiempo a Ernesto esposo y a Ernesto padre.
Buenos Aires, noviembre de 2003.
Trópico de Capricornio
Julieta abrió la canilla para enfriar un poco el agua de la tina que le habían prestado para el aseo de su hijo. Hacía ya cuatro días que no lo bañaba, desde el arribo a Tilcara, y quería hacerlo antes de partir hacia los Valles Calchaquíes. Según lo planeado, la familia visitaría Humahuaca por la mañana y, después del mediodía, iría en busca de su destino turístico en la provincia de Salta.
-Si te parece, mientras vos bañás a Franquito, yo me voy a dar una vuelta por el pueblo –sugirió Marcos.
-Me parece bien –respondió la mujer, mientras desvestía al pequeño Franco-. Nos encontramos en el comedor del hotel, en media hora.
-Genial.
El hombre se despidió de su esposa e hijo con sendos besos y salió de la habitación, ansioso por henchir sus pulmones del aire fresco de la mañana tilcareña.
Apenas pisó la acera, al girar a su izquierda, le llamó la atención la presencia de una imagen de unos dos metros de lado, montada sobre unos parantes de madera, que bloqueaba el acceso a una de las calles laterales. Inmediatamente notó que había más imágenes a lo largo de la calle Belgrano. ¿Tendrían que ver con la Semana Santa?
A lo largo de su estadía, el hombre había visto la transformación a que se había visto sometida la ciudad: habitantes de las villas más cercanas y turistas de los países más lejanos, contados de a miles, habían elegido congregarse en aquel pequeño rincón de la Quebrada de Humahuaca, para compartir esos días tan especiales para la cristiandad. Sin embargo, Marcos no había elegido hospedarse allí por los mismos motivos; de hecho, recién advirtió que una parte de sus vacaciones coincidía con la Semana Santa en el momento en que vio las bandas de sikuris bajar del cerro, trayendo la imagen de la Virgen de Copacabana.
Marcos era agnóstico. Se había declarado como tal durante su primer año en la universidad, al mismo tiempo que profundizaba en el pensamiento científico. Bien podría decirse que se enamoró de la razón mucho antes de enamorarse de su Julieta. A medida que descubría los secretos de la física, no podía hacer menos que maravillarse por la diversidad y profundidad del conocimiento humano. Su raciocinio fue consolidándose con el tiempo, a punto tal que llegó a sentir que no podía confiar en nada más que su intelecto. Alentado por tales convicciones, poco le costó alcanzar el doctorado; es más, a quien le preguntaba acerca del enorme esfuerzo realizado, él respondía que había sido muy feliz durante sus años de estudiante.
Al acercarse a la primera de las imágenes, confirmó su hipótesis: confeccionada con flores, hojas y granos de cereal, resplandecía al sol una representación de Jesús orando en el monte de los Olivos. No era que Marcos recordara las aburridas clases de catequesis del colegio, sino que una pequeña inscripción denunciaba el título de la obra. Manos rudas y gastadas por el trabajo arduo habían sabido entenderse con diminutas hojas y delicados pétalos para dar forma a lo que brotaba de un corazón profundamente conmovido. Sin dudas, este era el resultado palpable del profundo sentir religioso de, al menos, cierta parte de la población vernácula. ¿En qué creerían verdaderamente estos hombres y mujeres? ¿A quién ofrendaban sus sacrificadas vidas, signadas por las privaciones y el desamparo social? Marcos miraba sin comprender.
El hombre siguió caminando, calle arriba. Cada cincuenta o cien metros, volvía a encontrarse con una nueva ermita, siempre inspirada en la vida de Cristo o en la manifestación de la fe en el pueblo quebradeño. Marcos comenzaba a sentirse incómodo, pues nada creía compartir con los hombres y mujeres que, a su alrededor, se aprestaban a celebrar las Pascuas de Resurrección. De todas las festividades cristianas, esta se le revelaba como la menos inteligible.
Habiendo dejado atrás la Plaza Álvarez Prado, interrumpiendo la circulación de la calle Alberro, Marcos halló una conmovedora reproducción de la crucifixión de Jesucristo. El artista había optado por utilizar fragmentos de hojas y pétalos menos pequeños y más irregulares, que legaban a la obra un cierto aspecto impresionista; además, con el fin de añadir dramatismo, había apelado a una corona de espinas real. No hacía falta ser creyente para solidarizarse con la figura de un hombre que desfallecía de dolor, un hombre que entregaba su propia vida por no traicionar sus convicciones...
-Disculpe. ¿Me dejaría pasar? –la débil voz de una anciana arrebató a Marcos de la contemplación artística.
-Oh, sí, disculpe. No me di cuenta que estaba obstruyendo el paso.
Marcos se había parado justo en medio de la angosta vereda, único lugar por el que se podía transitar en dirección Sur. La mujer parecía estar regresando a su hogar, luego de haber pasado por el almacén: traía dos bolsas que no admitían más carga.
-Veo que le ha gustado la ermita. ¿Es la primera vez que viene a Tilcara para Pascuas?
-Sí, es la primera vez que visito Tilcara, pero no vine por Pascuas –admitió el hombre-; de hecho no soy cristiano: soy agnóstico. No creo en Dios...
La mujer no pudo disimular su sorpresa. Estuvo un instante callada, sin saber qué decir, hasta que pareció recordar algo que había oído.
-¡Cuánto lo lamento! ¿No escuchó la historia del hombre de los ojos cerrados? Si quiere se la cuento, total todavía es temprano para empezar con el almuerzo...
-Bueno, cuéntemela. La escucho –Marcos, cortés en grado extremo, no habría sido capaz de contradecir a su interlocutora.
-Resulta que una vez, en un pueblo, había un hombre que, ya desde chiquito, se había negado a abrir sus ojos. Había crecido con los ojos cerrados y así había llegado a la madurez de su vida. En el pueblo, todos lo conocían como el hombre que niega los colores. ¡Fíjese usted! –acotó la buena mujer. Marcos le respondió con una sonrisa.
-Todo el mundo le decía a este hombre que el color estaba en todas partes, en el cielo, en las flores y en la quebrada, pero él sostenía que nunca había experimentado nada que le hiciera siquiera sospechar que pudiera existir el color. La gente le respondía: “¡claro!, ¿cómo querés ver el color si no abrís tus ojos?”. Pero él les respondía que los ojos no eran confiables, que las pocas veces que había intentado abrirlos, tímidamente, no había percibido nada claro, que con las manos sí podía saber exactamente qué tenía a su lado. Todos sentían pena por él: el color estaba allí para este hombre y él también era capaz de disfrutarlo; su vista era tan buena como la de los demás...
La anciana tomó las manos de Marcos entre las suyas e iluminó los claros ojos del hombre con su mirada más maternal.
-Dios me hizo compañía en los momentos más difíciles de mi vida. Ojalá te lleves de mi tierra una semillita: una fe renovada. ¡Felices Pascuas!
Después de tan noble deseo, la mujer tomó sus bolsas y se alejó trabajosamente, con su caminar encorvado. Marcos continuó observándola hasta que ya no consiguió discernir su diminuta fisonomía.
La familia se reunió en el comedor del hotel a las nueve y media, tal como lo había planeado. A esa hora el salón estaba empezando a quedarse vacío: muchos de los turistas ya habían partido hacia diferentes puntos de la quebrada o de la puna, en busca de esos pueblitos que parecen haber estado allí desde el mismo momento en que se formaron las montañas, piedra sobre piedra. Marcos, Julieta y el pequeño Franco se sentaron en una de las mesas próximas a las ventanas que daban al patio trasero y permitían perder la vista en los encantos de la comarca. Marcos adoraba desayunar allí, con la compañía de los cerros y de un cielo de puro azul.
-¿Y? ¿Qué tal estuvo tu paseo? –preguntó Julieta.
-Nada mal... Fue un paseo bastante atípico para un tipo como yo. Si hasta me detuve a oír una historia religiosa...
-Justamente a vos te vinieron a hablar de religión... ¡Qué raro que hayas escuchado! –señaló una asombrada Julieta.
-Era una mujer, no me podía negar...
-¡Ahora entiendo! Seguro que se trataba de una mujer de unos veinticinco años, de cabello lacio y largo, buena figura...
-No, nada que ver. No sé por qué tenés ese concepto de mí –respondió Marcos, tan pronto como captó la idea.
-Ah, claro... Olvidé que dejaste de mirar chicas el día que te casaste.
-¡Exacto! –apuntó el hombre, antes de reírse de su propia ocurrencia.
Mientras los cónyuges comentaban el asunto de la charla religiosa, Franco había aprovechado para apropiarse de los vasitos de soda que la camarera había traído, junto con los café con leche, y había comenzado a meter sus manos en ellos, mojando buena parte de la mesa y su propia ropa. Tan pronto como Julieta descubrió la travesura que ocupaba a su hijo, lo reprendió y le quitó los vasos. Franco armó un escándalo ante el despojo.
-¡Abua! ¡Abua! ¡Abuaaaaa! –la última “a” devino en un desconsolado y teatralizado llanto que consiguió que Julieta accediera a devolverle uno de los vasos, lleno de agua hasta por debajo de la mitad.
-Así que aprendió a decir agua... –comentó Marcos, encantado con los progresos de su hijito.
-Sí, ¿viste? Ahora maneja cuatro palabras: mamá, papá, guaguau y agua.
Los jóvenes padres estaban orgullosos de su pequeño. Intuían que compartirían hermosos momentos con su hijo, a medida que el bebé diera paso al niño menor y se consolidara su afán de explorar y entender el mundo. Ambos permanecieron en silencio un par de minutos, viendo como Franco seguía lavándose las manos con soda.
-Ah, y contame: ¿cómo fue el tema de la charla con esta señora? –Julieta recordó que su marido estaba por contarle de su paseo.
-Una viejita me vio mirando una ermita, una imagen de la crucifixión, y se pensó que yo había venido a Tilcara para celebrar las Pascuas. Claro que, inmediatamente, le aclaré que no soy creyente. Y fue entonces que me contó un cuento.
-¿Un cuento? ¿Sobre qué?
-Era una historia muy ingeniosa sobre lo que los cristianos llaman fe; creo que era sobre la fe... –a Marcos le costaba expresarse sobre un tema que no dominaba y en el que había desistido de pensar-. Debe haber escuchado el cuento en alguna misa y se le ocurrió que era indicado para mí.
-¿Y? –la mujer quería saber qué efecto había tenido el episodio en su esposo.
-¿Y qué?
-¿Sacaste algo en limpio?
-Julieta, vos ya sabés mi opinión respecto de la religión: lo hablamos muchas veces. Vos decís que creés en Dios y yo respeto eso, pero no puedo compartirlo. No puedo creer en una religión que se basa en un libro con tantas imprecisiones científicas. Aceptalo: La Biblia y la razón no se llevan bien. De adolescente tuve mis dudas, pero mi pensamiento jamás pudo probar la existencia de nada sobrenatural, así que simplemente abandoné el tema –la voz de Marcos llegaba clara hasta la mesa más lejana del salón, de donde acababan de levantarse los últimos comensales.
-Está bien. Disculpá. No quise que te pusieras mal. Mejor terminemos rápido con el desayuno, que tenemos que dejar la habitación.
Mientras terminaba de cerrar los bolsos y valijas, Julieta se preguntaba qué había cambiado en su esposo para que hubiera perdido la compostura al hablar de religión, un tema que él creía tener ya resuelto. De no ser por las afirmaciones siempre contundentes a favor de su agnosticismo, cabría pensar que Marcos dudaba... Por si acaso, se guardó de hacer cualquier comentario al respecto, durante el viaje a Humahuaca.
A las once y media de la mañana, aún en otoño, el sol daba intensamente sobre las escaleras que ascienden hasta el Monumento a la Independencia, en la ciudad que comparte su nombre con la quebrada. Marcos y su familia bajaban con cierta prisa, buscando algo de sombra en la plaza que linda con la Municipalidad y con la Iglesia Catedral.
La caminata hasta el monumento había dejado a Julieta un cansancio atípico: experimentaba los síntomas de un leve apunamiento. Su esposo le aconsejó que se sentara y se quedara quieta durante un rato, mientras él y Franco iban hasta alguna despensa cercana, en busca de una botellita de agua; a lo mejor podrían conseguir té de coca en un vasito descartable...
El reposo y la sombra le sentaron bien a Julieta, de modo que ya se sentía bastante mejor cuando Marcos regresó con medio litro de agua mineral bien fresca.
-No pude conseguir té de coca –explicó Marcos-; me lo preparaban, pero para consumir en el mostrador.
-No te preocupes, que ya estoy mucho mejor –la mujer intentó levantarse, pero todavía le pesaban un poco las piernas.
-No, no. No te levantes. Quedate un rato más sentada y tomate toda el agua, despacito. Mirá que en quince o veinte minutos llega San Francisco Solano y te bendice –Marcos se refería a una figura articulada que, desde la torre de la Municipalidad, sale todos los mediodías y todas las medianoches para impartir la bendición al pueblo humahuaqueño-. De paso, yo aprovecho para visitar la catedral, que está acá enfrente. Según la guía turística, tiene un retablo principal y otro lateral que vale la pena conocer.
Marcos cruzó la calle Buenos Aires e ingresó en el templo, junto con el pequeño Franco, a quien llevaba de la mano. La vista del hombre tardó en acomodarse a la agradable penumbra que recibía al visitante, ni bien se cerraban tras de sí la puertas que conducen al atrio. De más está decir que Marcos no estaba allí para orar, sino por puro amor al arte y por curiosidad histórica y antropológica. Este edificio era un verdadero volumen de historia, erguido en medio de la quebrada, instruyendo acerca del choque de dos culturas y del modo en que tantas generaciones de hombres aprendieron a compartir la tierra y a entenderse bajo el abrasador sol norteño.
Mientras su papá observaba el retablo de la pared lateral, Franco consiguió soltarse y escabullirse entre los turistas. El hombre notó la ausencia de su hijo casi inmediatamente; fue en su busca y lo halló en el altar mayor, sentado junto a una pequeña imagen de Cristo crucificado. Cuando Franco vio que su padre se acercaba, comenzó a sacudir su cabeza de un lado al otro, al tiempo que esbozaba la más tierna sonrisa y repetía, en voz alta: “dio, dio, dio, dio, dio, dio, dio...”. Así estuvo unos cuantos segundos, hasta que por fin se incorporó, miró a Marcos a los ojos y fue corriendo, contento, a arrojarse en sus brazos.
Aún una hora después del mediodía, conduciendo en dirección Sur, en silencio, mientras su familia dormía, Marcos buscaba una explicación racional para lo ocurrido en la Iglesia Catedral. ¿Habría dicho Dios, en verdad? ¿Cómo era posible? El Trópico de Capricornio no era la única línea que este hombre había cruzado...
FIN
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